Cristo verdaderamente resucitó por el poder de Dios. No se trata de un fantasma, ni una mera fuerza de energía, ni de un cuerpo revivido como el de Lázaro que volvió a morir. La presencia de Jesús resucitado no se trata de alucinaciones por parte de los Apóstoles.
La resurrección constituía en primer lugar la confirmación de todo lo que Cristo mismo había ú hecho y enseñado'. Era el sello divino puesto sobre sus palabras y sobre su vida. El mismo había indicado a los discípulos y adversarios este signo definitivo de su verdad. El ángel del sepulcro lo recordó a las mujeres la mañana del 'primer día después del sábado': 'Ha resucitado, como lo había dicho' (Mt 28, 6). Si esta palabra y promesa suya se reveló como verdad también todas sus demás palabras y promesas poseen la potencia de la verdad que no pasa, como El mismo había proclamado: 'El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasará' (Mt 24, 35; Mc 13, 31; Lc 21, 33).
Nadie habría podido imaginar ni pretender una prueba más autorizada, más fuerte, más decisiva que la resurrección de entre los muertos. Todas las verdades, también las más inaccesibles para la mente humana, encuentran, sin embargo, su justificación, incluso en el ámbito de la razón, si Cristo resucitado ha dado la prueba definitiva, prometida por El, de su autoridad divina.